Por: Álvaro Rojano Osorio
El fallecimiento de la abuela Isabel es de los primeros recuerdos de los inicios de mi vida. Murió en Barranquilla, y yo, que tenía cinco años de edad, me enteré de lo sucedido a través de mi padre, porque mamá, rodeada por vecinos, lloraba inconsolablemente.
De ella sé lo que comentaban sus hijos, lo que afirma su nieto César. Conozco su rostro a través de una fotografía que por años estuvo colgada en una pared de la casa de la tía Mercedes. Según mamá, la abuela estaba contenta porque estaba acercándomele, pero ocurrió lo de su muerte. También me contó que fue quien me salvó de morir a pocos meses de haber nacido.
La velaron en el primer cuarto de su casa, la que compró mi abuelo Juan, quien había muerto años antes de mi nacimiento. Casa a la que nos mudamos poco tiempo antes de su fallecimiento, y después de que quedara desocupada porque los que la habitaban: las tías Mercedes y Ana María, mi abuela, y los tíos Joaquín y Marco, se mudaron para Barranquilla.
Ya la casa no existe, pero regreso a ella, especialmente, en las tardes nostálgicas, lo hago recostado a mis recuerdos. Entonces camino por su amplia sala, debidamente ventilada a través de tres puertas y una ventana. Ando por el comedor, en el que brillaba la luz del día que penetraba por sus puertas: una que daba al callejón, y la otra a un patio interior que estaba sombreado por un frondoso árbol de naranjito, una extensa mata de caña brava, y un florido jardín de rosas y flores que mi madre cultivaba.
Voy por sus dos cuartos principales y, tras atravesar por la puerta “falsa” llego a la parte de la casa que fue construida de manera vertical, donde inicialmente hubo un comedor y un cuarto, y, después de suprimir la habitación, la cocina. Detrás de esta edificación estaba el resto de patio en el que reinaban un antiguo árbol de trupillo, un verdoso mamón, un tamarindo y una guayaba blanca. Anexa a esta construcción estaba la cocina, única área de la casa que carecía de pisos de cemento, donde se encontraba incrustada en el suelo una de las dos tinajas que utilizábamos, así como la hornilla, y cuyas paredes eran de trozos de tallos de corozo.
Mantengo la creencia de que esa casa era indestructible, tanto que cuando soplaban los vientos que traían las lluvias conocidas como la “Nevá” y “Cogcovao” escasamente despeinaban su cabellera de paja. Y en las oportunidades que tembló la tierra pareció impertérrita, no así los que vivíamos en ella, como sucedió la madrugada en que mi padre, llevándome en sus brazos, corrió, junto a mi madre, hacia la calle.
En esa casa fui creciendo, delgado, inapetente, largo, pechichón, y motivado por el interés de husmear lo que había en el tercer cuarto. Lo primero que me llamó la atención fue una antigua cámara fotográfica, después la colección de discos, de distintas revoluciones, que perteneció al, para entonces, inexistente picot de la tía Mercedes. Debajo de una olvidada caballeriza de techo de cinc me ubicaba para hacer girar los discos en un clavo incrustado en una tabla, escuchaba la música utilizando, a manera de brazo fonocaptor, una aguja y un trozo de papel al que le daba forma cónica.
En ese mismo cuarto observé la existencia de baúles de distintos tamaños, colores y formas. De la propiedad de ellos solo supe que uno pertenecía a Pablo, el hijo mayor de mis abuelos, por una historia en la que estuvo envuelto mi hermano Carlos Arturo. Fue en uno de madera, cubierto con vinilo, de dos cierres metálicos de bloqueo, chapado en níquel, y con una cerradura para ponerle candado, donde descubrí unos cuadernos usados que eran de mis hermanos que estudiaban bachillerato en Barranquilla, así como varias cartillas para aprender a leer, que debieron ser de Gilberto. El mismo que el día que nací rechazó la invitación para que me conociera, argumentando que quería era una hermana.
Parte de lo que contenía este baúl me permitió cumplir el sueño de asistir a la escuela con cuadernos usados que tenían algunas hojas en blanco, como lo hacían algunos alumnos. Lo hice una mañana porque al mediodía mi padre se dio cuenta y me los arrebató. No había manera de que no lo supiera, porque todos los medios días me sentaba en una silla pequeña de madera y ubicaba los cuadernos en una mesa del mismo tamaño para hacer las tareas ordenadas para la jornada de la tarde, y le pedía que no se alejara mientras yo las hacía. Para mí siempre fue el que todo lo sabía, tanto que era el único capaz de resolverme la habitual pregunta: ¿usted qué creé que dice donde escribí?
Pero la prohibición de que usara los cuadernos, no impidió que continuara escudriñando en el baúl. Esto me permitió encontrar un texto escolar, del que, inicialmente, me llamó la atención la imagen de un hombre que cubría los ojos con unas gafas oscuras, y quien tenía unas facciones que me llevaron a asociarlo con el Diablo, al que, después, evitaba ver por temor a encontrarme con él en las noches oscuras de mi pueblo.
No sé si fue en ese o en otro libro donde conocí la canción de los piratas a la que, incluso, le compuse una melodía. Al cantarla me imaginaba, pese a que mencionaba al mar, los barcos y los piratas navegando por el Magdalena. Es que el río era mi universo, porque del mar sabía por las lecciones de geografía e historia, y por dos boleros cantados por Leo Marini y por su Bienvenido Granda, que escuchaba mi viejo. Fue papá quien me llevó a conocer el mar Caribe, pero este primer contacto con no resultó ser una experiencia gratificante, porque además del temor de introducirme en sus aguas, me angustiaba ver al viejo nadando y desapareciendo entre las olas.
Según César, mi hermano mayor, la casa de mi abuela, parecía no cerrar sus puertas porque en ella siempre había visitantes. Con razón, ahí funcionó una tienda y cantina, era donde se reunían los ocho hijos de mi abuela, así como los nietos. Después, cuando nos mudamos, siguió siendo visitada por Ovidio y Juan Manuel, los hermanos de mamá que quedaron en el pueblo, a más de los amigos de mi padre, de mis hermanos, cuando estos iban de vacaciones. Sin embargo, éramos pocos los que vivíamos permanentemente en ella: papá, mamá, Diógenes, mientras fue docente, y yo, porque Cesar “Tilde”, el primo que mamá y papá adoptaron, se había ido a trabajar y estudiar en Barranquilla.
Pero lo que era permanente dejó de serlo en diciembre de 1970 cuando la ciénaga de Negros inundó a Calamar. Entonces mis abuelos Gilberto y María, así como el tío Ramiro y su familia, se mudaron para la casa de mi abuela. De este tiempo son los primeros recuerdos que tengo de alguno de los miembros de la familia Rojano Barrios. Conservo la imagen del abuelo con su semblante de amor, su condición de hombre manso y sabio. La de mi abuela con su pelo cano, su tez color canela, su rostro serio, su inmejorable sentido del humor, y su afición por los panes y los dulces.
La ausencia de mis hermanos y la diferencia de edad con ellos, me llevó a aferrarme a la compañía de mis primeros amigos. Supongo que fue mamá quien los escogió, lo digo por la afinidad que existía entre la familia de estos y la mía. Desde entonces fui amigo de Julio Manuel Lozano, de Gustavo García, Emigdio Santander, José Alfredo Jiménez, Yuri Simmods. Compartíamos el gusto por la música, el fútbol en las calles y en el solar de Lucho Jiménez, las radionovelas, el juego a chequita, al bate, al pote, a las escondidas, al fajón escondido, al trompo, a la bolita de uñita, a la cucunubá, a andar en el parque y el piso de la iglesia montados en patinetas, y las travesuras. Incluso, con Julio Manuel y Emigdio conformamos un conjunto musical en el que el primero “interpretaba” un pequeño acordeón que le regaló su tía Catalina Camacho.
Pero había algo que no compartía con ellos, la lluvia. Entonces los veía caminar y correr por las calles del pueblo. Papá, procurando calmar mi frustración, fabricaba barquitos de papel que ponía a navegar en el pequeño arroyo que pasaba por el frente de la casa de mi abuela. Yo los observaba, desde la amplia ventana de la sala, alejarse sin control en la corriente. Pero si las razones de salud me impedían ir con mis amigos, cuando las calles se llenaban de grillos, preludiando la temporada de invierno, corría, reía y gritaba con ellos detrás de las libélulas.
Al culminar el ciclo de básica primaria me fui para Barranquilla, llevando en mi maleta las enseñanzas de las maestras María Gelsomina Santander y Elia Jiménez, los recuerdos de la complicidad escolar en matemáticas de Álvaro “Umaña” Rodríguez, de los amores platónicos por Sonia y Carlotica, la melancolía por mis padres y mi pueblo. Fue al llegar a esta ciudad a estudiar bachillerato, y al comenzar a transitar por la adolescencia, cuando sentí, por primera vez, el dolor que deja la muerte entre los vivos, tras el inesperado fallecimiento del tío Marco Tulio.
En las vacaciones escolares regresaba a la casa de mi abuela, lo hice hasta cuando, a espaldas de mis padres, la vendieron. Ya no existe, como tampoco mis viejos, ni mi hermano Carlos. Está completa en mi mente, con sus paredes vestidas de un eterno color amarillo, sus puertas pintadas de marrón, con el famélico árbol de almendra en su frente. Entonces voy de la sala a su esquina, donde me detengo a observar a ese pueblo silencioso, de casas de techo de palma y paredes de barro, de vías públicas de arena brillante, en el que fui feliz.